Está bien que te equivoques. Eso no hace de ti un mal ser humano. Hace un humano. La forma más eficaz de aprender, es a través de la experiencia, pero cada vez que cometemos un error la crítica nos flagela, y el crítico interior se encarga de recordarnos que no hacemos las cosas bien. Alguien dice por ahí que no importa las veces que te caes sino las veces que te levantas y con eso nos consolamos. Intentamos, nos caemos y levantamos una y otra vez; y mientras lo hacemos, la dura voz sigue presente. Llamamos al error fracaso y si cometes errores eres un fracasado y si son frecuentes peor, esa palabra es muy pesada para llevarla en la frente, te aplasta y te condena. Te pones cuestionador y no llegas a ningún lado: “¿Si “fracasaste” una vez por qué no podrías volver a “fracasar”?” Nos tratamos mal, nos juzgamos, nos generalizamos, nos olvidamos de nosotros mismos, una parte de nosotros deja de brillar, deja de ser. Satanizamos la rigurosidad, se confunden conceptos, se olvidan valores.
En las empresas, existen pocos escenarios donde es valorado el reporte de errores, donde se aprecia contar que se hizo algo mal, que se malogró algo, que se rompió, que se informó mal, que se calló y lo peor, que el impacto es totalmente negativo. La sazón de los compañeros de trabajo se encarga de engrandecer lo que no tendría por qué ser más grande, de alguna manera disfraza el miedo de los demás. Tenemos miedo y callamos y compartimos verdades no dichas y las silenciamos a más no poder y nos desgastamos con eso, sufrimos, nos vemos mal y lo peor de todo nos paralizamos, podemos estancarnos y empezamos a ver la parte oscura y fea del “fracaso”.
En forma magistral nos olvidamos de nosotros mismos, nos descuidamos, nos distraemos de las emociones que nos invaden y hacemos como que todo está bien y nos es difícil perdonarnos cuando fallamos desde pequeñas cosas hasta mayores.
A veces tenemos un estándar supremo y una crítica inmensa que se alza sobre nosotros al fallar, demandamos de los otros un desempeño altísimo y de nosotros la exigencia marca la pauta, una exigencia que no da tregua que en vez de ayudarnos a brillar termina por opacar quienes somos. En vez de vincularnos, confrontamos, en vez de entendernos nos defendemos, juzgamos y no valoramos. Criticamos duramente y cada juicio encierra un tremendo juicio hacia nosotros mismos.
No somos gentiles con nosotros, nos olvidamos de serlo con los demás y tenemos argumentos firmes para eso. Poco vale caerse y aprender, no vemos el aprendizaje durante la caída, aunque esté ahí presente, nos cuesta hacernos cargo, es mejor mirar a los otros, desplazar responsabilidades, juzgar y pasar la papa caliente a otros. Ahí somos muy creativos, ahí somos muy rápidos. Bienvenida la negación y culpa, adiós consciencia y responsabilidad. ¡Qué festival de emociones alejadas de la realidad!
Y mientras todo esto sucede callamos, solapamos, guardamos, escondemos porque el reporte de errores es mal visto, porque crea conflicto, porque no habla bien de ti, porque muestra que algo se te pasó, porque te vulnera en un mundo que debes ser muy fuerte, muy cool y te despintas cuando fallas, mejor pretender que los otros están mal y que tú estás bien. Todos los errores son y deben ser siempre oportunidades para generar cambios, para abrir conversaciones difíciles, para transitar por crisis inevitables para hacernos más humanos, para recordarnos que somos simples y bellos seres humanos únicos y particulares.
Sugiero adentrarnos en el error y darle la vuelta al problema y como es natural empezar por casa:
Y recuerda, está bien que te equivoques.
Derechos reservados® Carla Villacorta Torres (MCC)